Era una mañana soleada, mis piernas dolían, llevaba varios kilómetros caminados por el campo mientras llegaba a la alejada comunidad de Tres Aguas. De pronto me encontraba con una familia de unos 10 adultos y 20 niños, todos cosechando chile en lo alto de la milpa.
Probablemente el camino pavimentado más cercano estaba a unas 4 horas caminando. La electricidad tenía pinta de ser escasa y no se digan los otros recursos básicos como drenaje y agua… ah, pero eso sí, un camión de Coca-Cola lograba recorrer los agrestes caminos de la sierra para llegar hasta los rincones más escondidos de la sierra de Veracruz. Sin duda uno de los pocos coches que se ven en la sierra.
No pasó mucho tiempo desde que un amable señor de unos 40 quizá 70 años (la edad es difícil de distinguir en el campo) se acercara a nosotros. Margarito nos saludó amablemente y nos enfrascamos en una conversación que duró poco más de 15 minutos.
Margarito sorprendido nos preguntaba, por qué siendo de tan lejos caminábamos por aquí. Parecía no entender el motivo de nuestra necesidad de ver montañas, de respirar aire fresco, de ver ríos, de conectar con lo vivo… de simplemente caminar. Él a su vez nos compartía sus preocupaciones diarias (que hoy me doy cuenta de que en su momento yo tampoco comprendía).
Tras terminar la conversación continué mi camino, pasaron un par de horas en donde no dejaba de darle vuelta a la conversación. Mi lado racional no dejaba de pensar que en realidad Margarito no me escuchaba. Parecía que todo lo que le decía no tenía sentido y él me respondía otra cosa completamente ajena a mis preguntas. Me recordaba con frustración a aquellas discusiones acaloradas en donde uno argumenta y el otro responde con argumentos completamente distintos. Esas en que existe una barrera de enojo y ego que no permite que el corazón se abra a recibir y a hacerle espacio al otro para en realidad comprenderlo.
Esto sólo me frustraba más. Wittgenstein decía que el hombre es incapaz de comunicarse profunda y sinceramente con otro porque estamos limitados por nuestro lenguaje. Argumentaba que nunca sabremos en realidad lo que el otro siente, vive o piensa, pues la empatía como la imaginamos no existe.
Admiro a este filósofo, pero soy un detractor de su pensamiento. Me gusta creer que cuando el hombre es capaz de bajar esa barrera egóica, cuando es capaz de desnudarse de percepciones e ideas, pude crear ese momento en donde uno le hace espacio al otro y el otro le hace espacio a uno, generando esta magia en donde de alma a alma nos comunicamos, y de alma a alma nos vemos.
Mientras la conversación sucedía, trataba de entender qué barrera existía en este momento entre Margarito y yo, que a pesar de creer que yo iba desnudo con ganas de escucharlo, no lograba crear un flujo de comunicación entre ambos…¿cuál era la muralla que existía entre nosotros?
De pronto me golpeó…comenzó con una frase del mismo Wittgenstein, “Estamos limitados por nuestro lenguaje”. Por primera vez entendí que Margarito y yo no hablábamos el mismo lenguaje. Hablábamos español claramente, hablábamos el mismo idioma, pero no el mismo lenguaje.
Esto era solo el inicio, como ese hilo del calcetín que jalas creyendo que lo arrancarás y listo, pero en realidad terminas jalando más y más. Esa pequeña epifanía que llega con un pequeño pensamiento y de pronto todo está muy claro, mis ojos se llenaban de lágrimas. 500 años de subyugación, 500 años de una relación de poder entre la ciudad y el campo, 500 años de clasísmo se hacían conscientes en mí.
De pronto la realización de que éramos especies completamente distintas. No sólo era cuestión de educación o de comunicación sino de posicionamiento energético, que durante generaciones habíamos perpetuado.
Claro está, todos somos conscientes de los problemas clasistas que enfrenta nuestro país. Sin embargo en ese momento comprendía en su profundidad lo roto que estaba nuestro tejido social.
Me quedaba claro que el “ser mexicano” comprendía algo muy distinto para mí como para Margarito. ¿Podía acaso llamarme mexicano?
Siendo tan ajeno, estando tan distante del grueso de la población, ¿podríamos acaso llamarnos una sociedad en un país con un tejido social tan roto? En donde sólo hace falta que llegue un agitador a llamarnos pobres y ricos, nos llame fifís y chairos para que un país se quiebre en bandos y el odio se dispare. ¿Existe México entonces?
Para mí, un país no es su tierra, ni sus alimentos, ni tampoco su cultura. Sino que se forma de la fantasía colectiva que compartimos sus habitantes sobre lo que somos. ¿Cómo podíamos existir entonces con tal brecha? Y si en efecto existimos, entonces ¿qué somos?
Recordé una de mis fuertes crisis existenciales cuando apenas tenia 18 años. Odiaba a México, su inseguridad, su corrupción, su falta de igualdad y la mala distribución de la riqueza, entre muchas otras cosas.
Mi conversación con Margarito me hizo ver con compasión a esa versión mía del pasado que no comprendía los lenguajes de México. Pero sobre todo, me hizo ver aún con mayor compasión a mi país.
¿Cómo podía culpar a un ladrón de robar cuando todo lo que desayuna come y cena es esta disparidad social?
Donde el enemigo es el blanco rico que todo lo tiene ¿Cómo podía culpar a México de ser México, si yo mismo no era capaz de discernir siquiera qué es?
Esa memoria me conectó con uno de mis propósitos de vida: volver a México más caminable. Reconectar con los senderos, con la tierra, con la espiritualidad mexicana, con las tradiciones y con los chamanes, de conectar con eso que está ahí afuera esperando por nosotros.
Este México que sólo existe en el corazón de su gente y en la concepción que tenemos de lo que somos. Un país que está esperando a ser descubierto. Este México valiente y audaz que durante 500 años ha resistido todo lo que le han arrojado, que hoy se cansó de esperar figuras mesiánicas que lleguen a salvarlo y que está empezando a despertar.
Este México que eres tú pensando en hacer las cosas distintas, que soy yo escribiendo aquí y que es tu gente decidiendo tener acciones más conscientes.
Me despido hoy hermano y hermana, invitándote a que la próxima vez que pienses en México, lo pienses tal cual como te gustaría que fuera y, si así lo sientes, te comprometas a actuar cada día para que sea aquello que imaginas.
Porque si México no es más que lo que nosotros concebimos de él, ¿no es acaso suficiente el imaginarlo distinto, para que éste sea todo lo que imaginamos?